Para colaborar con Mariela Castro (III)
Tercero de una serie en seis partes, sobre las atrocidades sufridas por
quienes fueron enviados a las UMAP
Félix Luis Viera, México DF | 29/08/2011
Antes de cerrar las puertas, soldados en pequeños grupos corrieron hacia
atrás y hacia delante —se cruzaban unos y otros— a unos cuatro metros de
distancia de los vagones, anunciándolo; y llegaron otros para advertir a
los reclutados que tenían que "guardar disciplina" y que ellos, los
soldados, estarían al tanto desde sus sitios en otros vagones.
Varios de los hombres aconsejaban en alta voz que sería necesario cerrar
los ojos y, al abrirlos, ya la oscuridad sería menos. Pero nunca fue
ostensiblemente menos mientras los vagones estuvieron cerrados. Y no lo
estuvieron solo cuando, al acercarse a algún pueblo, eran abiertos;
desde fuera, por los soldados, se entiende. La oscuridad era compacta y
resultaba un agobio extra oír, perennemente, los quejidos en alta voz, a
gritos, como si quienes los prodigaban intentaran ser escuchados, de
todas todas, por encima del ruido del tren en movimiento. Solo entraban
algunos hilos de luz por los laterales, arriba. Seguramente, ciertos
vagones estaban destinados a transportar algo que contuviera químicos:
no pocos de los hombres estornudaban sin parar, mientras otros se
quejaban de que los estaban escupiendo.
Todos serían un amasijo de sudor; el calor, lógicamente, era mucho más
que en el exterior. Y eran un amasijo de conjunto: iban pegados unos
contra otros, como pudieran, más la impedimenta de los equipajes. En
sendos extremos había un perol con agua de tomar. Pero llegar hasta
allí, para los que viajaban en medio —los más—, resultaba el azar;
tenían que andar a tientas, apoyarse en los cuerpos de los demás; caían,
discutían, se golpeaban al bulto. Y finalmente, en muchos casos, se
escuchaba el pesar: no traían con qué tomar; y era el azar mayor pedir
prestado un vaso en la oscuridad. Hasta el final se escucharía, entre
maldiciones, la queja de que algunos estaban valiéndose de las manos
para tomar el agua.
El tren hizo la primera para quizás dos horas después, en las afueras de
una población: a los lejos se veían las cimas de las casas más altas.
(Posteriormente, las paradas serían semejantes, siempre cerca de los
sitios poblados, nunca justamente en ellos.) Abrieron las puertas y
llegaron soldados repartiendo una lata de sardinas per cápita, exigieron
que cada uno tomara su lata y se fuera hacia el extremo del vagón que
indicaban, para que no hicieran trampas, "no vayan a coger de más",
aclaraban. Junto a cada puerta estaban soldados con fusiles en ristre.
No había permiso para bajar, contestaban. ¿Y para orinar?, preguntaron
varios. ¿Si no había permiso para bajar, cómo lo habría para orinar
"aquí afuera"?, respondió uno, sobre todo ese uno. Lo real era que nadie
podría saber cuántos hombres ya se habían orinado en el vagón; ni que
varios, además de los churres todos del camino, tenían orine en sus
ropas y piel. Será difícil para los reclutas olvidar los portazos de las
puertas corredizas, los cuales iniciaban los largos tramos de ceguera
impuesta, promiscuidad, golpes involuntarios entre sí y contra las
paredes de tablas.
Pocos de los reclutados tenían abridores y así las latas de sardina eran
estalladas contra las maderas o cualquier trozo de piso disponible; a
tientas. Ni tenían cubiertos y las sardinas eran tomadas con los dedos,
succionadas con las bocas, que luego expulsaban las pieles, aceites y
huecesillos en la penumbra. Dentro del calor, que parecía desleír los
cuerpos, los malos olores fueron aumentando en la medida en que el viaje
continuaba; hedores a sardina, excremento, orina, sudores, sangre.
Para sobreponerse al ruido del tren en movimiento era necesario gritar
con mucha fuerza y a la vez contar con una voz igual de aguda. Por lo
general las voces formaban un murmullo alto —valga la paradoja— que
llegaría a producir un letargo colectivo. Sin embargo, aquella se
superpuso al ruido ambiente y a las demás: "¡No resisto más! ¡Quiero
ver, quiero ver!", gritaba o más bien chillaba aderezando la frase con
palabras malsonantes. Era la voz de un hombre flaco, encorvado, con su
pelo cepillado castaño claro, de ojos grandes y la piel de la cara muy
pegada a los huesos; estaba sin camisa y las costillas se le podían
contar con la mirada. Esta descripción solo fue posible cuando, en una
de las paradas del tren, el hombre continuó con los mismos gritos luego
que los soldados abrieron la puerta del vagón. Y gritando se lanzó
contra los guardias, para caer de bruces contra la tierra. Y siguió
gritando, aullando, chillando "¡quiero ver!", a la vez que se quejaba de
los dolores, cuando se lo llevaban.
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