Para colaborar con Mariela Castro (V)
Quinto de una serie en seis partes, sobre las atrocidades sufridas por
quienes fueron enviados a las UMAP
Félix Luis Viera, México DF | 12/09/2011
Estos camiones eran más antiguos, tenían el motor —que parecía quejarse
más bien— en la "nariz", la cual se tomaba un tramo considerable más
allá de la cabina del conductor. La marcha era lenta, de manera que no
era posible que el ambiente se refrescara ni aun en medio de la noche;
ni que, en cuantía suficiente, se disiparan los malos olores con que
cargaban los hombres. Además de los soldados que custodiaban en los
camiones, iban otros en jeeps que corrían y retrocedían por los
laterales. Ya habría pasado la medianoche cuando el convoy hizo un giro
a la derecha y se abrió un pequeño, intrincado pueblo camagüeyano.
Entraron los camiones por una puerta lateral de un estadio de béisbol, y
abarcaron en círculo las orillas del terreno. Se encendieron más luces
que las prendidas hasta entonces y se escucharon órdenes de bajar "a
toda velocidad". Unos ayudaban a bajar a otros. Se oían sobre todo las
palabras "sed", "hambre", "mamá", "madre", "dios". Los guardias
encaminaron al grupo hacia el centro. A algunos a rastras. Se llenó por
completo el terreno de béisbol. Una buena parte de los reclutados se
echó en la yerba, en la arena, y así estuvieron hasta que los soldados
fueron de grupo en grupo conminándolos a ponerse en pie, avisando: "¡El
jefe va a hablar!".
Desde un podio, tosco, en lo alto, detrás del home, habló el que se
presentó como comandante político de las Unidades Militares de Ayuda a
la Producción; estaba rodeado de seis u ocho militares con aires y
charreteras de oficiales, uno de estos había presentado al comandante
político. Éste, mediante un altoparlante que trasmitía tanto ruido como
voz, aclaró que era falso lo que personas enemigas de la revolución
decían sobre las Umap, eran patrañas de los enemigos "de afuera y
adentro", las Umap no eran otra cosa que la inversión de fuerza de
trabajo en la necesitada provincia de Camagüey. No todos los hombres
podían ingresar en las fuerzas regulares del Servicio Militar
Obligatorio, no todos los hombres nacían aptos para las armas militares,
también con el machete y la guataca se podía defender la patria,
mientras quienes así lo hacían comprendían mejor que nunca cuánto tesón
y coraje se necesitaba para que la tierra diera los frutos que una nueva
sociedad necesitaba. Mientras el jefe político hablaba, varios hombres
caían y eran levantados a punta de bayoneta por los soldados, pero
volvían a caer, y volvían a levantarlos.
Cuando el comandante político terminó, solo pocos de los reclutados
aplaudieron. Pero tal pareció que eran muchos los aplausos: atronó el de
los oficiales que estaban junto al comandante, cerca del amplificador, y
el de los soldados que se hallaban en el terreno. Cuando cesaron los
aplausos, uno de los encartados, que gritó llamarse "Belisario" y a
quien, dijo, "había que tocársela", comenzó a caminar de espaldas,
repitiendo las mismas frases. Estaba cerca del hombre de unos veinte
años cuya cabellera, ahora rapada, sin duda sería negrísima. Éste no vio
desafío en la expresión de Belisario, pareciera que esas frases se las
decía a sí mismo o a alguien que no estaba allí. Siguió caminando de
espaldas, diciendo lo mismo, hasta que topó con la malla de un lateral.
Los soldados se dieron voces de un sitio a otro y los reclutados fueron
puestos de pie, los que no lo estaban, y cercados a presión por los
guardias. Belisario, abacorado por dos o tres guardias y ya en un
extremo de la maya adonde no llegaba la luz, gritó quizá par de veces lo
mismo, antes de que se escucharan golpes, quejidos. Cuando lo llevaban a
rastras hacia fuera del estadio, pudo verse que vestía un pantalón de
caqui, la camisa de lienzo tal vez color crema.
Al salir del estadio recibieron un bocadito de pasta indescifrable y
"agua para toda la tropa", a uno por uno antes de subir a los camiones,
de manos de soldados que no llevaban fusiles ni pistolas, como "soldados
camareros". Se fragmentó por segunda vez la caravana —la primera había
sido cuando llenaron los camiones desde el tren— y agarró distintas
direcciones del pueblito. El camión en que iba aquel hombre de unos 20
años tomó hacia el fondo y enrumbó por un terraplén. Entonces se sentía
más recia la noche porque era campo abierto. Cuando el motor
desaceleraba era posible escuchar los grillos y en algún momento el
pitido de una lechuza, puesto que los hombres llevaban el silencio del
agotamiento y del miedo. Se mantenían esos murmullos que debían ser
rezos. Iba la caravana lenta debido a lo maltrecho del camino. Era
madrugada cerrada y la luna se asomaba apenas y de rato en rato, y el
calor y el sudor empapaba sobre lo empapado. Se notaba que los
reclutados miraban a un lado y a otro como si quisieran adivinar en
dónde se hallaban o quizás buscando una señal que les indicara que
estaban llegando a alguna parte. El camino por tramos se estrechaba
entre zarzales y entonces el asunto parecía más fúnebre aún. Nadie iba
sentado porque los baches tiraban hacia acá y hacia allá y los que no
estaban a mano de la baranda se agarraban unos a otros. Había arribado
la solidaridad: nadie se fijaba si se le agarraba un homosexual, ni
ningún homosexual se agarraba a otro que no lo fuera como a la carne.
Los camiones de adelante fueron aminorando la marcha. Unos tres minutos
después el farol derecho del camión donde iba aquel hombre cruzó un
cartel escrito en una tabla irregular, sin color añadido y como
mordisqueada en los bordes, que avisaba con trazos gruesos de algún
betún negro: "sona melital". Era maleza baja lo que se veía alrededor,
al parecer desmochada recientemente.
Los camiones entraron iluminando a dos soldados con el fusil al pecho
junto a una garita y dieron vuelta en redondo y se vieron las cercas de
alambres de púas, muy altas, con un tiro aéreo como de dos pies hacia
dentro en la cúspide. Los alambres de púas estaban pegados y cruzados
entre sí a manera de cuadrículas mínimas por donde no cabría ni una
mano. Mandaron bajar pero los camiones no apagaron los faros.
"¡Formen!", fueron gritando los soldados que habían escoltado hasta
allí, a la par que iban organizando a los hombres, que al fin hicieron
unas filas que daban pena, o risa. Los camiones seguían dando la única
luz con sus faros. Aquel reclutado de unos veinte años de edad pudo ver
que quienes estaban cerca de él tenían el pánico en el rosto, miraban a
las alambradas de parpadeo en parpadeo. Uno de los que el hombre
observaba en ese momento, de piel rosada, delgado, nariz ganchuda, unos
18 años de edad, súbitamente comenzó a cantar en alta voz "En la montaña
de Imitos/ el corazón yo te entregué". Varios soldados llegaron
corriendo hasta el grupo, "¿quién cantó?", preguntaban. El cantador dijo
"yo" mientras bajaba la cabeza y sollozaba. Lo reprendieron
enfatizándole que "los hombres no lloran".
Los soldados que venían en los camiones se fueron en estos. Los que
esperaban en el sitio dieron tres o cuatro discursos presentándose como
jefes y segundos jefes y terceros y jefes de "pelotón" y de "política".
La iluminación llegaba de unos mechones de queroseno que habían puesto
en un sitio y otro unos soldados que dijeron ser "la guarnición". Los
jefes anunciaron que esa primera noche habría que dormir en el piso. Era
de cemento recién fraguado, que aún no había sido barrido. De nuevo el
equipaje sería la almohada.
Al amanecer la mayoría de los hombres contemplaban las cercas, y lo
comentaban entre sí; el asombro por instantes se superponía a la
expresión de temor, o se mezclaban ambas. Los formaron mediante órdenes
que obviaban la inexperiencia para el caso de los reclutados: las filas
hacia los excusados más bien serpenteaban. Solo podrían hacer las
necesidades, no había agua, "mañana sí, la traerán de la granja",
anunciaron los jefes. En el comedor les sirvieron el aproximado de una
taza de leche evaporada. "El pan lo traen mañana", dijeron los soldados.
A seguidas los arrearon para el centro de la explanada, los formaron de
nuevo y les asignaron los números, "que serán sus nombres en lo
adelante". Los encaminaron hasta una garita donde, después de decir sus
tallas, recibieron dos pantalones azul añil de mezclilla; dos camisas
azul claro de mezclilla; tres calzoncillos verde oscuros de popelín
satinado de patas largas sin bragueta; una gorra de igual color y tela
que la camisa; un sombrero de guano; tres pares de medias verde oscuras
de algodón; dos monogramas de forma triangular con fondo blanco y letras
rojizas que decían SoldadoUmap y que los reclutados debían coser de
alguna manera al brazo izquierdo de la camisa; un pantalón verde militar
con grandes bolsillos exteriores en los muslos que solo podría ser usado
al salir de permiso, en las visitas de familiares y en alguna salida
eventual autorizada; tres pañuelos blancos de algodón; tres toallas
blancas y pequeñas de tela, más que afelpada, semicorrugada; un par de
botas amarillas de caña baja; una colcha blanco crema, delgada. Sin
excepción, al dirigirse al sitio que les indicaron, con la carga de la
ropa a cuestas, los hombres —que parecían una procesión de mendigos con
sus ropas de civil sucia, percudida, manchada de tantas cosas, y ellos
mismos sucios, ajados, tambaleantes— serían lo más parecido a la derrota.
Era el domingo 20 de junio de 1966. Los reclutados estarían siete días
terminando los detalles que le faltaban al campamento; poniendo las
armazones donde irían las hamacas; limpiando los retretes; eliminando
los yerbajos que crecían en diversos ángulos; y marchando, marchando sin
saber ni remotamente de qué se trataba, y sin que a los jefes les
importara que ellos no supieran. Era penoso ver, bajo el sol terrible,
marchar a los más viejos, a los más débiles. Llamaba la atención, sobre
todo, un hombre de aproximadamente 6 pies y 5 pulgadas de estatura,
desgarbado, delgado para su altura y de unos 35 años de edad, quien
parecía arrastrarse más bien mientras en el rostro mantenía la expresión
de quien se está sobreponiendo al dolor; tenía los pies planos,
escoliosis, se sabría con el tiempo, y era un artista de teatro,
Armando. Desde el segundo día y por mucho tiempo se mantendría el
desayuno de leche evaporada, acuosa; el almuerzo de solo chícharos
aguados, la comida igual. Los hombres perdían peso día a día. Uno, Luis
Prego, sería sorprendido por otro, su amigo, comiendo de la esmirriada
vasija de sancocho, tomando las casi impalpables sobras desesperadamente
con sus manos. Aflorarían las peleas por el gran botín que significaban
las cacerolas untadas de raspas, cuando hubo arroz. Aquel caibarienense,
Losada, de unos 20 años de edad, daría fe, con casi 24 horas de gritos
insufribles, de un dolor en el vientre —"¡Qué dolor tan perro!"— que
haría que sus compañeros, finalmente, lo llevaran a rastras hasta la
puerta de la jefatura para ahí dejarlo y no volverlo a ver jamás. Aquel
placeteño, Luis Estrada Bello, un hombre de apenas 110 libras más o
menos, cuya fragilidad remitía a la tristeza de solo mirarlo, se
desmayaría constantemente para ser reintegrado a la formación
constantemente.
El domingo 27 de junio de 1966, en la tarde, reunirían a los hombres en
la explanada para informarles que al día siguiente comenzaría el trabajo
en el campo. En la mañana, les entregarían los azadones: se trataba de
limpiar los cañaverales de malas yerbas. Entonces, realmente, comenzaría
el infierno.
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