Iván García
La Habana 19-12-2011 - 10:20 am.
Cuando la noche avanza comienza el desfile. Pasada las once, en ese
trozo de la geografía habanera conocida por La Víbora, en la Calzada de
10 de Octubre, desde la Avenida de Acosta hasta Santa Catalina, arranca
la pasarela de travestidos.
Llegan en pequeños racimos de tres o cuatro. Tacones altos, pelucas
rubias y perfumes que anestesian. Visten con minifaldas cortísimas y
gastan toneladas de maquillajes con colores subidos.
Son chicos que quieren ser mujeres. Pero están presos en un cuerpo de
hombre. Se evaden disfrazándose de hembra. Es su manera de ser libres y
ganar alguna plata cobrando por el sexo.
Desde siempre, la zona del antiguo paradero de La Víbora, a tiro de
piedra de la Plaza Roja, fue un barrio donde gays y sodomitas operaban a
gusto.
Bajo el portal sucio de una antigua heladería, o en el zaguán de una
pizzería cerrada por reformas llamada El Encanto —con fama de haber
vendido unas pizzas sin queso tan horrendas que muchos no comprenden
cómo es posible que Italia no le haya declarado la guerra a Cuba— los
travestis se desplazan como felinos silenciosos, repletos de bisuterías
de fantasía y carteras imitando a piel.
Desfilan entre los malos olores de un baño estatal, entre pequeñas
tribus de dementes, mendigos y borrachos crónicos, y cubos de mierda y
orine que aterrizan en plena calzada, lanzados por los inquilinos de un
edificio derruido que no tiene baños particulares, sino colectivos.
Los tipos duros del barrio, homófobos por antonomasia, se preguntan por
qué esta ola de gays con pelucas y fisonomía de deportistas, ha recalado
en ese tramo de la Calzada de 10 de Octubre.
La respuesta se las puede dar un vecino homosexual, peluquero y ex
presidario, que nunca ha tenido necesidad de disfrazarse de mujer para
seducir a los bugarrones que pululan por La Víbora.
Según este gay, que ya bordea los 50, los travestis vienen en manada por
una sencilla razón: la numerosa clientela. "No te fíes de las
apariencias. Quienes tienen pinta de asesinos son nuestros mejores
clientes. Sucede que ahora está de moda el travestismo. Pero esta oleada
no es de la vieja escuela, como yo, un maricón de carroza que lo hace
por placer. Ellos cobran por realizar el sexo", comenta el peluquero.
Los travestis se suelen sentar en un portal de la calle Carmen esquina a
10 de Octubre, y le sacan la mano a los choferes. Cuando alguno se
detiene, le hacen su oferta. Muchos, confundidos, pensando que es una
hembra, le mientan la madre.
Algún que otro altercado se ha formado cuando un tipo pasado de tragos y
con deseos de ligar una puta se da cuenta que sedujo a un homosexual.
René, dependiente de un café abierto las 24 horas que vende perros
calientes, ha visto varias broncas desde su puesto de trabajo. "Estos
travestis suelen llevar armas blancas, y la que forman es de ampanga".
Numerosos sitios oscuros de la zona sirven para un palo rápido bajo las
estrellas. Lo mismo detrás del busto de José Martí, en el otrora
Preuniversitario René O'Reiné, que en el amplio patio de la Casa de
Cultura municipal o en los pasillos sin iluminar de un edificio, los
travestis y sus clientes matan la jugada.
Ya cuando la madrugada muere y la gente se apresta a desayunar café sin
leche y pan sin mantequilla, y tomar un atestado ómnibus P-6 o P-10
rumbo a la "pincha" (trabajo) o una consulta médica, los travestis,
cansados, con el maquillaje corrido y enormes ojeras, se van a la cama.
Los ancianos que hacen cola toda la madrugada en el Banco Metropolitano
para ser de los primeros en cobrar sus exiguas pensiones de jubilados,
miran con asombro a los travestis en retirada.
"En mis tiempos", dice un viejo enclenque, "estas cosas no se veían. Fui
marinero mercante y solo vi esa cantidad de maricones en Río de Janeiro.
La Habana va por el mismo camino".